Hace no tanto, el día de año nuevo, a la hora del amanecer en la que están tomadas estas fotos, en el Rinconín de Gijón, me sentía como estos correlimos oscuros (Calidris maritima) y vuelvepiedras (Arenaria interpres). Agotado y con mucho sueño.
O como este chorlito gris (Pluvialis squatarola) y sus compinches los vuelvepiedras, en grupo, llenos todos los cerebros de anécdotas que contar y deliciosas travesuras y fechorías inconfesables.
Y físicamente exhaustos.
A la hora de irme a casa, la escena era parecida a la que dan estas jovenzuelas de 1er invierno de gaviotas patiamarilla y sombría (Larus michahellis / fuscus).
Esperábamos al autobús, o a un improbable taxi que parase, mirándonos unos a otros con mala cara y los ojos vidriosos, guardando las distancias una vez que la fiesta se había acabado.
Estos brebajes eran elixires que ayudaban la noche anterior y veneno en el hígado que pesaban en el ánimo a la mañana siguiente.
Malos como un demonio, de garrafón casi siempre, pero eran la vitamina que se necesitaba cuando hacía falta: si no te lo pasabas bien, te inventabas la diversión con estos suplementos.
Hoy en día, el día de año nuevo, como el de este 2.012, me siento como esta garceta común (Egretta garzetta).
Despierto, sobrio, con ganas de hacer cosas, de pasar frío pero bien abrigado, y disfrutando de la tranquilidad, solitario pero rodeado de congéneres a los que busco y que me buscan cuando me necesitan.
Ya no necesito estímulos artificiales para pasarlo bien, y el concepto mismo de pasarlo bien ya no es el de una fiesta rodeada de días grises, ahora todos los días tienen color, olor y sabor.
Y cuando vuelvo a casa es cuando realmente me siento seguro, los peligros y las desilusiones ya no están dentro, están fuera de casa, y las razones para seguir luchando están muy dentro, en las habitaciones de mi hogar, pero también en el corazón.
Viendo a la chavalería desfilar ante mis ojos ya no sentí envidia, como hace bien poco, ni lástima, como algunos idiotas que se reían de los resacosos mientras paseaban al perro por la playa.
Lo que siento es que el tiempo pasa, que todo cambia, y que acostumbrarse a ello es todo un reto, pero como casi todo en esta aventura que es la vida, el tiempo sabe recompensarte si tienes paciencia.
Ya soy un carroza, y me gusta. Quién me lo iba a decir.