
La naturaleza, al Sol, se mostraba generosa, en colores, texturas y olores.
La hierba de San Antonio (Epylobium hyrsutum) brillaba con luz propia en los prados encharcados de las orillas del río Piles.
Y su néctar era consumido por los insectos, sin que les importunase mi presencia.

La cardencha (Dipsacum fullonum), de aspecto amenazador y arquitectura acorazada, también atraía a más bichos.
La reina de los prados ( Filipendula ulmaria) más bien atraía a las mariposas.

Y mariposas había bastantes, aunque no muchas especies, como la lobito agreste (Pyronia tithonus).

Aquí con su guapa visión del reverso.
La siempre frecuente mariposa de los muros (Pararge aegeria), hasta en la sopa.
La conocida vanesa (Vanessa atalanta), siempre tan llamativa.

Los saúcos (Sambucus nigra) ya ofrecen su fruto en enormes cantidades, a beneficio de los muchos pájaros que vimos (ver en siguiente entrada).
Uno disfruta intensamente de esta naturaleza aún esplendorosa, pero cuando llegamos a la charca de D. Alfredo Noval, la magia sucumbe ante la poca capacidad de empatía con nuestras últimas glorias naturales.


Nos conformaremos con plantas naturalizadas, como la alfalfa (Medicago sativa).

O directamente con plantas y animales traídos de muy lejos, como este arce neugundo (Acer negundus).
Quizás los que nos entierren ya no sean capaces de diferenciar la realidad de la ficción, la usurpación de la originalidad.
Yo, por ahora, sí, y aquí lo denuncio.