
Cualquiera que haya paseado desde Caleao, en dirección a los Arrudos, o hacia Pandefresno, o hacia Isorno, habrá sentido la abrumadora sensación de estar en un paisaje único e irrepetible.


Creo que sus padres, y no digamos sus abuelos, se revolverían en sus tumbas con estas palabras.
Paisanos que hacían maravillas con la tierra, que extraían con su esfuerzo comida para familias numerosas (la de mi padre fueron 7 hermanos...), y que con un par de vacas y un azadón exprimían la productividad cuando no había fertilizantes, tractores con aire acondicionado ni ordeñadoras con conexión bluetooth. Esculpían literalmente el paisaje, conocían cada rincón y amaban cada árbol del camino. Y hacían maravillas, a pequeña escala, como esta portilla de caprichosa arquitectura.

Dentro de la adversidad, sabían divertirse, y aunque jamás habían pisado una escuela politécnica, o una universidad, creaban con sus manos y su imaginación objetos sutiles y bellos, que trascendían la mera utilidad, con una practicidad a prueba del clima asturiano, de los dientes de las bestias, y del destino, como esta cabaña con "ático", para meter el producto de la siega desde arriba.
Hoy en día todo esto se ha perdido. Y no sigo, que me muero de pena.