Y no paró en todo el viaje. Veíamos la nieve desde la playa, y las olas rondaban los 4 metros. En la protegida Ría de Ladrido el paisaje se amansaba.
Una podría estar sentado horas viendo cómo cambia la marea desde Ladrido, es mágico este rincón.
Al otro lado de la Ría, en el embarcadero de Sismundi, una gama infinita de azules, verdes y grises.
En Cariño nos pilló la lluvia pero pudimos aprovechar la visita a los ostreros para retratar la playa y el puerto.

Rebasada esta última playa antes de subir y subir las callejuelas del pueblo en dirección al cabo Ortegal.

Llegados al gran faro, uno se hace enseguida a la idea de porqué se necesita un faro tan descomunal.
Y es que la costa Ártabra comienza aquí de la manera más descarnada, con unos acantilados ciclópeos que se estiran hacia arriba y hacia Poniente, desafiando la verticalidad, y rozando las nubes bajas.


Los islotes de Os Aguillons, el Trileuco de ptolomeo, son el último lugar donde ha criado el arao ibérico, un triste fantasma que aguantó en el lugar más inhóspito, pero ni siquiera esto fue
suficiente.
Desde aquí ya el alucine fue en aumento, subiendo con el coche a la Sierra de la Capelada, muy por encima del cabo Ortegal, en un cuchillo de roca que está formado por algunos de los materiales más antiguos de España, hasta 1.100 millones de años. La vista desde allí arriba hacia Cariño y toda la ría de Ortigueira parecía irreal, y más propia de un avión.

Llegar arriba es todo un regalo para la vista y para el corazón.
Hacia el oeste, los acantilados más altos de Europa continental, con unas caídas de vértigo. Tuvimos la suerte de que las nubes cargadas de humedad del Atlántico tuviesen que remontar esta pared y rompían delante nuestro, nos sentimos muy especiales, allí solos frente a tanta belleza y poesía.
